Hoy la dejan de dar en los cines, así que puedo comentarla más libremente.
Me gusta mucho el cine. Es algo que disfruto mucho. Hay películas que no he cruzado la puerta de salida y ya se me olvidó -o trato de olvidar- de lo que trataron.
Haciendo una analogía con los alimentos, diría que hay películas que son un plato sin sabor, sin sal, que uno nada más lo come porque debe, no porque quiere, y que se desea que se acabe.
Hay otras películas, que como ciertos otros platos, tienen un sabor agradable, y lo llenan a uno con gusto, pero a las horas se vuelve uno a vaciar y requiere otra comida.
Pero están esas exquisiteces, esos pedazos de gloria que cuando uno mastica el sabor queda grabado hasta el día que uno muera. Son esos platos lo que marcan la memoria culinaria y que sirven de regla para medir el resto de bocados que uno dé en la vida.
Kill Bill (I y II) es, en mi historia personal, una de esas exquisiteces, y ayer, cuando fuí al cine a verla, puedo decir que me dí un banquete.
No sé que me marcó más, talvez sea el hecho de que Tarantino hizo una película pensando en los cinéfilos, más que en el público general. Hay tantos detalles en esta película que son homenajes a otras personas, películas o eventos, que uno se cansa de sorprenderse. Es un abanico de estilos, tan bien integrados, como diversos.
Así que sólo me queda decir: estoy no sólo satisfecho, sino marcado de hoy en adelante, no por una katana de Hanzo, sino por la genialidad de un autor que hizo un homenaje, al fin, a nosotros que tanto nos gusta el cine: su público.