Capítulo III - Historia de un Barbero
Capítulo III
Ernesto Harler Relrah quedó paralizado, mientras veía a aquel hombre apuntarle con una pistola. Más allá del temor de perder su vida, la confusión nublaba la mente del barbero. ¿Por qué está pasando esto? Soy una persona honrada! El misterioso individuo parecía disfrutar de la situación, y su barba recién cortada fallaba en ocular una amplia sonrisa.
Tan inesperados como el hombre mismo, llegaron los disparos. Las dos balas 9mm viajaron certeramente hacia el lugar exacto a donde fueron apuntadas. El barbero cayó al suelo segundos después del impacto, y recostado junto a la pared observó cómo se iba tiñendo su camisa: el espeso rojo empapó rápidamente la blanca prenda, mezclando su olor con el de la pólvora quemada. Finalmente el harlero alzó la vista y miró agónicamente al grueso individuo.
"Esto es lo que les pasa a aquellos que tratan de burlarse de Racsa", dijo tranquilamente el pistolero. "Eres culpable de atentar contra nuestra institución, y por lo tanto, eres enemigo de Racsa."
El barbero desesperadamente trató de recordar qué había hecho para merecer este castigo.
Comprendiendo su confusión, el hombre aclaró: "Has enviado un correo a Racsa quejándote del servicio, y eso es algo que no podemos tolerar."
"Mi queja fue justa", respondió el harlero, acordándose del incidente. "No me había podido conectar en más de 40 minut…". Ernesto vio que el hombre estaba a punto de estallar en ira ante sus palabras, y decidió no terminar la frase. Después de unos segundos con el dedo en el gatillo, el hombre recobró la calma, bajó el arma y miró de nuevo al barbero, esta vez con lástima más que enojo.
"Entiende que mientras más tiempo pase yo aquí, menos son tus oportunidades de vivir. Esto es solo una advertencia, pero será la última. De hoy en adelante, considérate con suerte si logras siquiera comprar una tarjeta colibrí."
El matón caminó hacia la salida, dándole la espalda al barbero. Justo antes de la puerta, se detuvo y alzó el arma nuevamente con su diestra. Por puro instinto, Ernesto comprendió que debía hacer algo, ¡y rápido! Ágilmente se puso de pie, y con una camisa empapada de gel color rojo, agarró su cuchilla y dio un salto hacia el frente.
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